Tuesday, December 02, 2008

Reconocimiento en la alcaldía

La alcaldía de Cantobravo era una habitación espaciosa. Al fondo se veía el escritorio del alcalde. Una mesa sobria de roble macizo. La rodeaban tres sillas, una grande detrás ( la cátedra del alcalde) y dos más pequeñas delante. A la derecha se exponían tres banderas: la nacional, la regional y la del municipio.  También a la derecha, delante de las banderas, ocupando gran parte de la pared, un mueble con estantes lleno de libros, algunos de los cuales eran claramente información clasificada del ayuntamiento. Además lucía algunos trofeos de diversos acontecimientos. Frente por frente se hallaba el balcón. Servía para el doble propósito de dar luz a la estancia y como una especie de púlpito popular, desde  el cual se daba la bienvenida a las fiestas. En la zona más cercana a la puerta, a la izquierda, una mesa redonda de juntas muy nueva, aparecía rodeada de sillas de aspecto confortable. Todo estaba colocado de forma que aún quedaba un amplio espacio en el centro de la habitación, suavizado por la presencia de una hermosa alfombra persa. El único cuadro de toda la habitación era un retrato del rey Don Juan Carlos y la reina Sofía.

Don Gabriel pensaba en el pobre Narciso, que había pasado toda la noche en vela trabajando para poner en claro las cuentas del ayuntamiento, mientras revisaba él mismo los presupuestos y los apuntes contables del último año. Había decidido pasar del ordenador y reunir toda la información en papel. Quizás le costase días o incluso semanas, pero llegaría al fondo del asunto. Tenía cincuenta y cuatro años y un aspecto robusto a pesar de su delgadez. Usaba gafas de vista cansada sólo para leer. Su rostro permanecía serio casi siempre. Sabía mantenerse sereno en todo momento y sus maneras eran suaves con sus vecinos. Cultivaba también una estrecha relación con sus funcionarios, constantemente en términos cordiales. A pesar de la cercanía y simpatía que vertía en sus trabajadores, éstos jamás dudaban ni por un instante en acatar sus órdenes, comedidas y escasas. Le eran leales en todo momento. No necesitaba dar grandes discursos, pero cuando lo hacía dejaba a todos satisfechos. Todo ello, junto con su sensata gestión, le había permitido seguir en el puesto por cuatro legislaturas consecutivas. Era un hombre de mediana estatura que no se dejaba crecer jamás la barba o el bigote. Cuando se observaba que llevaba varios días sin afeitarse, era señal de que algo iba mal. Como ahora, que lucía una barba de cuatro días, indicativo de los problemas que había suscitado el sistema informático del ayuntamiento. 

Narciso llevaba preparando la informatización del ayuntamiento lo que iba de año. Por fin en verano se producía la ansiada implantación. Había contratado a una empresa de Madrid para el desarrollo del sistema. La instalación se había completado en el mes de agosto, cuando menos trabajo tenían. Desde el verano, Narciso había supervisado la introducción de datos con varios operadores a su cargo, lo que le llevó hasta mediados de otoño.  Y apenas transcurridos unos pocos días desde que todo el ayuntamiento funcionaba con ordenadores, empezaron los problemas. A él, a Don Gabriel, le había tocado discutir acaloradamente con Narciso. No le gustaba atosigar a los trabajadores, pero no podía consentir el caos que se había apoderado del consistorio. Él apreciaba a Narciso y le dolía tener que hacer el papel de malo. En lo más hondo de su corazón sabía que Narciso no era responsable de los problemas. Siempre había confiado en él ciegamente y nunca le había decepcionado. ¿Por qué había tenido que pasar justo ahora? Con diciembre a la vuelta de la esquina. Tenían que realizar el cierre del ejercicio contable. Aún cuando muy pocos ayuntamientos lograban cerrar el año antes del verano siguiente, a Don Gabriel le gustaba que todo fuera al día. Esta sería la primera vez que no iba a conseguirlo. Además, el problema informático no tenía visos de arreglarse y, a primeros de año debía gestionar las subvenciones. Si no lograba salir como fuera de aquel embrollo, probablemente no volverían a votarle en las próximas elecciones, aunque eso era lo que menos le importaba.

El municipio aquejaba otros problemas, si cabe, más graves. Algunos derrumbamientos en las terrazas inferiores habían dejado sin hogar a una veintena de familias que habían tenido que ser reubicadas temporalmente. No tenía la menor idea de cómo se las arreglaría para que esas terrazas volvieran a ser un lugar seguro. Las arcas municipales estaban exhaustas. Cuándo tomó posesión del cargo, hacía ya tantos años, heredó una enorme deuda. Cantobravo estaba arruinado. Dependía casi exclusivamente de préstamos bancarios, ya que ni siquiera podía pagar las nóminas de ese mes. Sin dejarse amilanar, inició una política de austeridad absoluta. Al principio tropezó con la reticencia de los vecinos, pero tras varios plenos en los que Don Gabriel puso claramente las cartas sobre la mesa, pronto hizo ver a todos la necesidad de las medidas que había emprendido. Exigió que él y sus concejales trabajasen gratis. En lugar de liberarse, siguió ocupando su puesto de siempre como profesor y director de la escuela. Sus gestiones dieron resultado y, poco a poco, fue disminuyendo la deuda del pueblo. A mitad de su segunda legislatura pudo dejar la escuela y dedicarse exclusivamente a su cargo. En la actualidad, esa deuda casi había desaparecido. Pese a la austeridad que había tomado como marco de trabajo, había conseguido mejorar en mucho la estampa de Cantobravo: asfaltado de todas las calles, creación del alcantarillado, renovación de la red eléctrica pública, alumbrado, construcción de un centro social y un centro de salud, designación de un polígono industrial, y varias cosas más de menor importancia. Cantobravo gozaba de más prosperidad que nunca. El polígono no era muy extenso, pero daba trabajo a los jóvenes que quisieran quedarse en el pueblo. Ya no había necesidad de irse fuera. Había conseguido todo eso haciendo malabares y todavía no había logrado condenar del todo la deuda. Había hecho uso extensivo de las subvenciones del fondo europeo, que pronto se acabarían. España pasaría de recibir dinero a concederlo. Los impuestos alcanzaban para pagar los gastos habituales. Si quedaba algo, lo apartaba para reducir la deuda. No tenía corazón para subirlos. No ahora que la crisis tan sólo empezaba a afilarse las zarpas en las economías familiares, ya de por sí debilitadas desde la entrada en vigor del euro.

Llamaron a la puerta con suavidad. Por la manera de llamar, supo enseguida quien era. Dejó de darle vueltas a la cabeza y fue a abrir.

-¡Pasa Anibal, pasa!

-Buenos días Gabriel. ¿Cómo se encuentra hoy?

-Atareado, como siempre, pero por lo demás bien. ¿qué te trae por aquí?

- He venido por nuestra cita mensual. Ya que usted no se acerca por el centro de salud, he decidido venir yo.

-Déjate de monsergas, y tutéame como haces siempre, aunque vengas "de servicio".

Anibal sonrió abiertamente y sin mediar palabra abrió su maletín. Como médico del pueblo, era de los pocos que podían tutearse con el alcalde, aunque a veces le gustaba jugar con las formalidades, sobretodo cuando se dirigía a él como paciente. Cogió el fonendoscopio y, con el en la mano, le hizo un gesto para que se quitara la camisa. Don Gabriel vestía un traje gris marengo de buen tejido, un tanto ajado. Había sufrido un par de anginas de pecho, lo que le había valido que le colocaran dos estent coronarios. Todos en el pueblo conocían su precario estado de salud. Se quitó la chaqueta dejándola cuidadosamente doblada sobre la silla, y una vez hubo terminado, se abrió la camisa. Después despejó parte de la mesa de los papeles que tenía desperdigados sobre ella y se sentó en el hueco. El médico lo auscultó tomándose su tiempo. Luego le tomó la tensión y, por último, le pinchó en el dedo índice con una lanceta para conocer su glucemia. Extrajo un pequeño cuaderno con las pastas de piel negra del bolsillo de la camisa junto con un bolígrafo. Hizo varias anotaciones rápidas y volvió a guardarlo. Al final levantó la vista mirando a Don Gabriel con cara de pocos amigos.

-Debes tomarte el trabajo con más tranquilidad, o de lo contrario tendré que pedirte que dejes tu cargo.

El alcalde sostuvo su mirada sin alterarse lo más mínimo. Había estado esperando más o menos eso.

-Lo haría si pudiera-. alegó- Tienes idea del lío en que estamos metidos. Este pueblo me necesita ahora más que nunca.

-Si no hacer lo que te digo... morirás. O, peor, puedes quedar inútil para el resto de tu vida. ¿Te has mirado? Tienes un aspecto terrible.

Gabriel lamentaba no haber encontrado tiempo para afeitarse, aunque sabía que no era sólo eso. Se sentía más cansado que nunca. Comprendió que no podía seguir así por mucho tiempo más. Lo malo es que en esos momentos su supervisión era absolutamente necesaria. No podía relajarse, aunque al parecer no tenía alternativa. No le quedaba más remedio que someterse. Levantó el puño conteniendo la respiración, en un gesto de impotencia durante unos instantes. Finalmente apoyó la mano sobre la mesa, relajada. Suspiró.

-Está bien-, empezó. -Estudiaré el asunto en cuanto pueda.

- Eso es inaceptable. Como médico tuyo, exijo...

-No sigas, te lo ruego-, cortó Don Gabriel. Mantuvo silencio apartando la mirada.- Ahora que estás aquí quisiera pedirte un favor. Narciso ha sufrido un desmayo ésta mañana temprano. Él insiste en que está bien, pero quiero asegurarme. ¿Le verás por mi?- Al decir esto último cambió su tono de voz. Sus ojos volvieron a mirar al médico con tristeza.

-No creas que te saldrás con la tuya. Me aseguraré de que sigas mis consejos. Me tendrás encima todo el tiempo. Ya sabes lo pesado que puedo llegar a ponerme.

-Por favor... Insistió Don Gabriel.

-Como quieras, veré a Narciso. ¿Dices que se ha desmayado? ¿Cómo ha sido la cosa?

-Es largo de contar. Quizás te lo cuente luego, mientras tomamos un café. ¿Estarás libre a eso de las doce?

-Sí, creo que sí. Nos vemos, entonces, en el bar de la esquina a esa hora.

-Gracias Anibal.

Anibal salió de la alcaldía dejando a Don Gabriel a solas con sus pensamientos. Permaneció unos instantes en pié mientras sus neuronas trabajaban sin pausa para encontrar una solución. Al cabo de un momento volvió a sus cuentas que se hallaban esparcidas por la mesa. Las recogió y se entretuvo en colocarlas como estaban antes de la interrupción de su médico. Se dejó caer pesadamente en su silla, derrotado.

Thursday, October 30, 2008

Confesiones

Una mujer atraviesa la plaza del ayuntamiento en dirección a la iglesia. Debe de andar en los cincuenta y muchos. Viste de negro riguroso con teja y mantilla bastante ladeada, sobre un moño prominente. Las medias, gruesas con brocados de motivos florales, desentonan con su luto. Pero lo que más llama la atención, por disparatado, es un pequeño bolso rojo de Puka que lleva colgado del hombro derecho. Al llegar a las escaleras de la iglesia da un gran traspié que casi la desploma, pero recupera la verticalidad casi de inmediato. Rebusca en su bolso con la mano izquierda nerviosamente mientras con la derecha trata inútilmente de enderezarse la teja. Extrae unas gafas de culo de baso montadas al aire, con las patillas rojas y, tras colocárselas graciosamente sobre la ancha nariz delante de unos ojos de topo, se mira bien el vestido y se estira los bajos. Una vez comprobada la corrección de su curiosa indumentaria, prosigue su ascensión hasta el pórtico de la Iglesia de la Inmaculada.

Un rayo de luz penetra en el templo durante sólo un par de segundos. La puerta se cierra casi automáticamente con estrépito. Los pasos de la mujer resuenan estruendosamente en el piso de terrazo. Se dirige sin pensarlo hacia la pila de agua bendita. Introduce una mano sin anillos en el agua tibia y se persigna. Sin más pérdida de tiempo, atraviesa la nave central por detrás de los bancos. Se interrumpe en el pasillo central realizando la genuflexión de rigor, para proseguir hasta el otro extremo de la iglesia donde un confesionario la espera, acogedor. Con su vista ya acostumbrada a las condiciones de escasa luz del interior de la iglesia, echa una ojeada a los bancos. No hay nadie. En ese momento comienzan a sonar las campanas que llaman a los fieles para la misa de las 9. El sacristán o algún monaguillo debe de estar arriba, tocándolas. No le queda mucho tiempo. Se apresura a entrar en el confesionario.

-Ave María Purísima.

-Sin pecado concebida. Hija mía, de qué te acusas.

-Acusarme, lo que se dice acusarme... de nada, Padre.

-En un día da poco tiempo a pecar, hija mía. Pero entonces, ¿a qué has venido?

-Pues, ¿a qué he de venir? Qué cosas tiene usté, Don Alfonso. A contarle lo último que ha pasado en el pueblo.

-¿Otra vez? ¡Pero hija! ¡que acaparas el confesionario!

-¡Sí! ¿Ha mirado usted por la ventanilla? ¡Mire, que hay cola!

-¡Raimunda! No me salgas con esa vena tuya sarcástica. Bueno venga, ¿qué ha pasado esta vez?

-Pues nada, que han llamado a Don Anibal muy temprano desde el ayuntamiento y...

-¿Le ha dao el infarto a Don Gabriel?

-¡No hombre, no! Esta vez ha venido por Narciso.

-Ah, menos mal. Ya temía lo peor... ¡Narciso! ¿Y qué le ha pasado?

-No se sabe bien. Me han dicho que se ha caído redondo en la alcaldía.

-¿Y cuando habrá sido eso?

-Esta mañana muy temprano. Dicen que Narciso ha pasado la noche en el ayuntamiento haciendo cuentas y que esta mañana a las seis ha sacado de la cama a la alcaldesa.

-¿A la alcaldesa? ¿Para qué habría de querer hablar con ella?

-Quería hablar con el alcalde, pero parece ser que ya había salido para el ayuntamiento mucho antes.

-¿Don Gabriel? Miá que es raro... si ese no levanta cabeza antes de las diez. Y suerte tenemos de verlo en el consistorio a las doce.

-Y que lo diga usté, Don Alfonso.  Pues me ha dicho un pajarito que tenía reunión con Sisebuto bien tempranico. Por lo visto, este quería irse a podar después, y por eso habían quedado tan temprano.

-Pero, ¿qué tiene eso que ver con Narciso y con lo que le ha pasado?

-Eso no lo sé, señor cura.

-Siempre me dejas a medias, Raimunda. Bueno, anda, márchate ya. Ego te absolvo a peccatis tuis. In nomine Patris, et Filii et Spiritu Santi.

-Amén.

Raimunda abandona la iglesia tan rápidamente como había entrado. El cura sale del confesionario y contempla pensativo lo desierto de su iglesia. Duda unos instantes. Con la estola en la mano, corre hacia la sacristía. Ya en ella, coge el hisopo, su biblia y los introduce apresuradamente en un maletín abierto sobre la mesa. También la estola. Cierra el maletín y se dispone a salir por la puerta de atrás de la iglesia esperando no ser descubierto. A punto estaba de conseguirlo cuando, una voz conocida, lo llama desde atrás. Es el sacristán.

-¿Adónde va usté? ¡Si va a empezar la misa en cinco minutos!

-Despide a todo el mundo. Tengo una urgencia. Una extremaunción.

-Pero, ¡señor cura, es la tercera vez en esta semana que ... !

Con un portazo, el cura cierra la puerta trasera que comunica la sacristía con la calle, echando la llave después. Entonces, sin más miramientos, sus pasos se encaminan al ayuntamiento y en pocos segundos se pierde de vista. La mujer del bolso rojo lo mira desde lejos, oculta, con una sonrisa en el rostro.