La alcaldía de Cantobravo era una habitación espaciosa. Al fondo se veía el escritorio del alcalde. Una mesa sobria de roble macizo. La rodeaban tres sillas, una grande detrás ( la cátedra del alcalde) y dos más pequeñas delante. A la derecha se exponían tres banderas: la nacional, la regional y la del municipio. También a la derecha, delante de las banderas, ocupando gran parte de la pared, un mueble con estantes lleno de libros, algunos de los cuales eran claramente información clasificada del ayuntamiento. Además lucía algunos trofeos de diversos acontecimientos. Frente por frente se hallaba el balcón. Servía para el doble propósito de dar luz a la estancia y como una especie de púlpito popular, desde el cual se daba la bienvenida a las fiestas. En la zona más cercana a la puerta, a la izquierda, una mesa redonda de juntas muy nueva, aparecía rodeada de sillas de aspecto confortable. Todo estaba colocado de forma que aún quedaba un amplio espacio en el centro de la habitación, suavizado por la presencia de una hermosa alfombra persa. El único cuadro de toda la habitación era un retrato del rey Don Juan Carlos y la reina Sofía.
Don Gabriel pensaba en el pobre Narciso, que había pasado toda la noche en vela trabajando para poner en claro las cuentas del ayuntamiento, mientras revisaba él mismo los presupuestos y los apuntes contables del último año. Había decidido pasar del ordenador y reunir toda la información en papel. Quizás le costase días o incluso semanas, pero llegaría al fondo del asunto. Tenía cincuenta y cuatro años y un aspecto robusto a pesar de su delgadez. Usaba gafas de vista cansada sólo para leer. Su rostro permanecía serio casi siempre. Sabía mantenerse sereno en todo momento y sus maneras eran suaves con sus vecinos. Cultivaba también una estrecha relación con sus funcionarios, constantemente en términos cordiales. A pesar de la cercanía y simpatía que vertía en sus trabajadores, éstos jamás dudaban ni por un instante en acatar sus órdenes, comedidas y escasas. Le eran leales en todo momento. No necesitaba dar grandes discursos, pero cuando lo hacía dejaba a todos satisfechos. Todo ello, junto con su sensata gestión, le había permitido seguir en el puesto por cuatro legislaturas consecutivas. Era un hombre de mediana estatura que no se dejaba crecer jamás la barba o el bigote. Cuando se observaba que llevaba varios días sin afeitarse, era señal de que algo iba mal. Como ahora, que lucía una barba de cuatro días, indicativo de los problemas que había suscitado el sistema informático del ayuntamiento.
Narciso llevaba preparando la informatización del ayuntamiento lo que iba de año. Por fin en verano se producía la ansiada implantación. Había contratado a una empresa de Madrid para el desarrollo del sistema. La instalación se había completado en el mes de agosto, cuando menos trabajo tenían. Desde el verano, Narciso había supervisado la introducción de datos con varios operadores a su cargo, lo que le llevó hasta mediados de otoño. Y apenas transcurridos unos pocos días desde que todo el ayuntamiento funcionaba con ordenadores, empezaron los problemas. A él, a Don Gabriel, le había tocado discutir acaloradamente con Narciso. No le gustaba atosigar a los trabajadores, pero no podía consentir el caos que se había apoderado del consistorio. Él apreciaba a Narciso y le dolía tener que hacer el papel de malo. En lo más hondo de su corazón sabía que Narciso no era responsable de los problemas. Siempre había confiado en él ciegamente y nunca le había decepcionado. ¿Por qué había tenido que pasar justo ahora? Con diciembre a la vuelta de la esquina. Tenían que realizar el cierre del ejercicio contable. Aún cuando muy pocos ayuntamientos lograban cerrar el año antes del verano siguiente, a Don Gabriel le gustaba que todo fuera al día. Esta sería la primera vez que no iba a conseguirlo. Además, el problema informático no tenía visos de arreglarse y, a primeros de año debía gestionar las subvenciones. Si no lograba salir como fuera de aquel embrollo, probablemente no volverían a votarle en las próximas elecciones, aunque eso era lo que menos le importaba.
El municipio aquejaba otros problemas, si cabe, más graves. Algunos derrumbamientos en las terrazas inferiores habían dejado sin hogar a una veintena de familias que habían tenido que ser reubicadas temporalmente. No tenía la menor idea de cómo se las arreglaría para que esas terrazas volvieran a ser un lugar seguro. Las arcas municipales estaban exhaustas. Cuándo tomó posesión del cargo, hacía ya tantos años, heredó una enorme deuda. Cantobravo estaba arruinado. Dependía casi exclusivamente de préstamos bancarios, ya que ni siquiera podía pagar las nóminas de ese mes. Sin dejarse amilanar, inició una política de austeridad absoluta. Al principio tropezó con la reticencia de los vecinos, pero tras varios plenos en los que Don Gabriel puso claramente las cartas sobre la mesa, pronto hizo ver a todos la necesidad de las medidas que había emprendido. Exigió que él y sus concejales trabajasen gratis. En lugar de liberarse, siguió ocupando su puesto de siempre como profesor y director de la escuela. Sus gestiones dieron resultado y, poco a poco, fue disminuyendo la deuda del pueblo. A mitad de su segunda legislatura pudo dejar la escuela y dedicarse exclusivamente a su cargo. En la actualidad, esa deuda casi había desaparecido. Pese a la austeridad que había tomado como marco de trabajo, había conseguido mejorar en mucho la estampa de Cantobravo: asfaltado de todas las calles, creación del alcantarillado, renovación de la red eléctrica pública, alumbrado, construcción de un centro social y un centro de salud, designación de un polígono industrial, y varias cosas más de menor importancia. Cantobravo gozaba de más prosperidad que nunca. El polígono no era muy extenso, pero daba trabajo a los jóvenes que quisieran quedarse en el pueblo. Ya no había necesidad de irse fuera. Había conseguido todo eso haciendo malabares y todavía no había logrado condenar del todo la deuda. Había hecho uso extensivo de las subvenciones del fondo europeo, que pronto se acabarían. España pasaría de recibir dinero a concederlo. Los impuestos alcanzaban para pagar los gastos habituales. Si quedaba algo, lo apartaba para reducir la deuda. No tenía corazón para subirlos. No ahora que la crisis tan sólo empezaba a afilarse las zarpas en las economías familiares, ya de por sí debilitadas desde la entrada en vigor del euro.
Llamaron a la puerta con suavidad. Por la manera de llamar, supo enseguida quien era. Dejó de darle vueltas a la cabeza y fue a abrir.
-¡Pasa Anibal, pasa!
-Buenos días Gabriel. ¿Cómo se encuentra hoy?
-Atareado, como siempre, pero por lo demás bien. ¿qué te trae por aquí?
- He venido por nuestra cita mensual. Ya que usted no se acerca por el centro de salud, he decidido venir yo.
-Déjate de monsergas, y tutéame como haces siempre, aunque vengas "de servicio".
Anibal sonrió abiertamente y sin mediar palabra abrió su maletín. Como médico del pueblo, era de los pocos que podían tutearse con el alcalde, aunque a veces le gustaba jugar con las formalidades, sobretodo cuando se dirigía a él como paciente. Cogió el fonendoscopio y, con el en la mano, le hizo un gesto para que se quitara la camisa. Don Gabriel vestía un traje gris marengo de buen tejido, un tanto ajado. Había sufrido un par de anginas de pecho, lo que le había valido que le colocaran dos estent coronarios. Todos en el pueblo conocían su precario estado de salud. Se quitó la chaqueta dejándola cuidadosamente doblada sobre la silla, y una vez hubo terminado, se abrió la camisa. Después despejó parte de la mesa de los papeles que tenía desperdigados sobre ella y se sentó en el hueco. El médico lo auscultó tomándose su tiempo. Luego le tomó la tensión y, por último, le pinchó en el dedo índice con una lanceta para conocer su glucemia. Extrajo un pequeño cuaderno con las pastas de piel negra del bolsillo de la camisa junto con un bolígrafo. Hizo varias anotaciones rápidas y volvió a guardarlo. Al final levantó la vista mirando a Don Gabriel con cara de pocos amigos.
-Debes tomarte el trabajo con más tranquilidad, o de lo contrario tendré que pedirte que dejes tu cargo.
El alcalde sostuvo su mirada sin alterarse lo más mínimo. Había estado esperando más o menos eso.
-Lo haría si pudiera-. alegó- Tienes idea del lío en que estamos metidos. Este pueblo me necesita ahora más que nunca.
-Si no hacer lo que te digo... morirás. O, peor, puedes quedar inútil para el resto de tu vida. ¿Te has mirado? Tienes un aspecto terrible.
Gabriel lamentaba no haber encontrado tiempo para afeitarse, aunque sabía que no era sólo eso. Se sentía más cansado que nunca. Comprendió que no podía seguir así por mucho tiempo más. Lo malo es que en esos momentos su supervisión era absolutamente necesaria. No podía relajarse, aunque al parecer no tenía alternativa. No le quedaba más remedio que someterse. Levantó el puño conteniendo la respiración, en un gesto de impotencia durante unos instantes. Finalmente apoyó la mano sobre la mesa, relajada. Suspiró.
-Está bien-, empezó. -Estudiaré el asunto en cuanto pueda.
- Eso es inaceptable. Como médico tuyo, exijo...
-No sigas, te lo ruego-, cortó Don Gabriel. Mantuvo silencio apartando la mirada.- Ahora que estás aquí quisiera pedirte un favor. Narciso ha sufrido un desmayo ésta mañana temprano. Él insiste en que está bien, pero quiero asegurarme. ¿Le verás por mi?- Al decir esto último cambió su tono de voz. Sus ojos volvieron a mirar al médico con tristeza.
-No creas que te saldrás con la tuya. Me aseguraré de que sigas mis consejos. Me tendrás encima todo el tiempo. Ya sabes lo pesado que puedo llegar a ponerme.
-Por favor... Insistió Don Gabriel.
-Como quieras, veré a Narciso. ¿Dices que se ha desmayado? ¿Cómo ha sido la cosa?
-Es largo de contar. Quizás te lo cuente luego, mientras tomamos un café. ¿Estarás libre a eso de las doce?
-Sí, creo que sí. Nos vemos, entonces, en el bar de la esquina a esa hora.
-Gracias Anibal.
Anibal salió de la alcaldía dejando a Don Gabriel a solas con sus pensamientos. Permaneció unos instantes en pié mientras sus neuronas trabajaban sin pausa para encontrar una solución. Al cabo de un momento volvió a sus cuentas que se hallaban esparcidas por la mesa. Las recogió y se entretuvo en colocarlas como estaban antes de la interrupción de su médico. Se dejó caer pesadamente en su silla, derrotado.