Wednesday, September 05, 2007

La carretera vieja


La mañana se había despertado brumosa, oscura y húmeda. Desde la sinuosa carretera vieja de Cantobravo, Anibal, contemplaba somnoliento la ladera de la montaña abigarrada y escarpada a su derecha. De cuando en cuando se asomaba a su izquierda el abismo del valle, sólo adivinado porque lucía cubierto por una espesa niebla que, con matices rosados y azules, parecía hecha de algodón amontonado. No muy atrás quedaba la presa del pantano de Piedra Blanca y delante, aún lejos, se columbraba a veces el enhiesto pico de Peñaescasa. Cuando se acercaba a un recodo próximo al río Hondo, el pico se mostraba impenetrable. Con una caída sobre el río de más de 100 metros, su fortaleza sobre un empinado saliente; más parece un águila en su nido que un castillo. Unos 20 o 30 metros más abajo, oculto su arranque izquierdo por la que fuera fortaleza morisca primero y cristiana después, la magnífica obra de ingeniería del siglo XX que constituye por sí sola el puente nuevo. Este puente une los dos extremos de la falla por la que transcurre sin pena ni gloria el ya mencionado río Hondo y es la entrada moderna de Cantobravo. Pero hasta que llegó a nosotros la magia de los puentes colgantes, la única vía de acceso del pueblo se reducía a un pequeño puente romano hoy sustituido por la presa ya citada y ubicado a una cota mucho más baja. Este puente entonces, al igual que la presa hoy, comunicaba con esa recia carretera que remonta la ladera serpenteando entre colinas pedregosas y asomándose a altos precipicios, con la que Anibal tanto disfrutaba en su BMW todoterreno casi todas las mañanas.




Anibal prefería la vieja carretera porque sus cerradas curvas y pronunciadas pendientes le mantenían despierto y activo. Había franqueado la primera curva que rodeaba el pico de la atalaya y ascendía ahora hasta el mismo borde de la falla. El trayecto transcurría encajonado entre la colina de su derecha y el pico a su izquierda. Pronto a su izquierda dejó de ver la falda del pico, poco después torció a la izquierda manteniendo su curso paralelo al borde de la falla. Podía observar de nuevo el castillo con el puente al fondo. No obstante, no podía distraerse demasiado con el paisaje. Le aguardaban dos kilómetros de travesía sobre el borde irregular de la falla en una sección extraordinariamente estrecha del camino. A la izquierda dejó de contemplar el fondo del valle para ver tan solo la pared rocosa de una colina. Los turistas solían subir a esa colina para hacer fotos. Su cima era suave, no como en los demás picos. Más arriba, el pico de la atalaya sobresalía por detrás de la colina, mostrando los desgastados restos de una antigua torre de vigilancia, o acaso hubiera sido almenara. Quizás las dos cosas. Anibal esperó pacientemente controlando la velocidad a poco más de 40 km. por hora. No le gustaba la idea de deslizarse fuera del camino y acabar cayendo unos 70 metros al río. Al fin, la pared a su izquierda se abrió para dejarle ver que la carretera abandonaba la cercanía del precipicio y se internaba de nuevo entre las montañas. Se concentraba ahora en rodear el macizo principal de la montaña. Las curvas eran aquí apenas perceptibles al principio: izquierda, derecha, derecha, izquierda, etc. El camino subía a veces para bajar otras tantas. Generalmente se mantenía a la misma altura. Sin darse cuenta, el valle reapareció a sus pies. El sol cada vez más alto provocaba un curioso efecto arco iris sobre las crestas de las nubes allí abajo. Llevaba casi una hora de viaje. No podía estar muy lejos del castillo. Pero con la pared del macizo constantemente a su derecha no podía saberlo. A los pocos minutos la carretera torció bruscamente a la derecha y ascendió no menos bruscamente, con una pendiente continuada del 40%. Le asaltó la familiar sensación de ahogo acompañada de mareos y pitidos en los oídos. Disminuyó la velocidad para dejar que su cuerpo se habituara poco a poco al cambio de presión. Las molestias desaparecieron, como siempre, en segundos. Entonces, la pared del macizo dejó paso a un bosque de hayas. La carretera se internaba en el bosque que pronto rodeó al coche por ambos lados. A veces podía sentir el abismo no muy lejos a izquierda y derecha. El sonido del agua al correr en pequeños arroyos o cascadas se percibía aquí y allá. El macizo quedaba atrás iluminado por el sol aun más alto. Tras no menos de 10 minutos de bosque siguiendo por una carretera más recta que antes pero con algún que otro recodo, apareció a la derecha majestuoso, sobre casi 20 metros de roca, el castillo.



La torre del homenaje contemplaba, impasible, el paisaje desde la parte más alta del pico. Unida a ella mediante alto puente levadizo, una bien conservada torre albarrana situada en un saliente rocoso sobre el río Hondo, debió de ser el último reducto de los condes de Cantobrabo y un puesto de vigilancia privilegiado sobre la falla. De sus murallas apenas quedaba la cortina principal, anclada firmemente en las irregularidades de la roca, su barbacana y parte de un recinto exterior destinado al alojamiento de caballerías y tropa, hoy convertido en cementerio municipal de Cantobravo. Un foso seco excavado de unos ocho metros de profundidad ocupaba la parte delantera del conjunto. Delante de la puerta principal, un puente de mampostería y sillares de piedra permitía franquear el foso por el mismo hueco de un puente levadizo del que aún quedaban algunos vestigios visibles.


El camino pasaba por delante de las puertas del castillo para seguir descendiendo. Medio kilómetro más adelante llegaba al cruce con la nueva carretera que conectaba el puente nuevo con el pueblo. Giró a la izquierda, alejándose del puente que quedaba a no más de 100 metros de su posición. Lentamente empezó a distinguir los tejados de las casas. En un momento todo el pueblo estuvo a la vista. Cantobravo era un pueblo pequeño cuyas casas se repartían desordenadamente a lo largo y ancho de las terrazas naturales que conformaban la ladera noroeste de la montaña. La iglesia parroquial estaba en una de las terrazas más altas. Con sus dos naves y su torre al oeste, era un claro ejemplo del románico del siglo XIII. La torre estaba coronada con un cuerpo extra de campanas, un reloj de cuatro caras y un chapitel cuadrado recuerdo de siglos posteriores.



Anibal torció a la derecha en la plaza de la iglesia y descendió con cuidado por la empinada calle Mayor que comunicaba con una terraza inferior. Sin duda era la terraza con mayor superficie, aunque casi toda ella estaba dedicada al Ayuntamiento y demás edificios oficiales. Llegó a la plaza del Ayuntamiento, la rodeó y aparcó su todoterreno en la zona oeste de aparcamientos. La esquina noroeste de la terraza daba directamente al valle ofreciendo una de las mejores panorámicas del mismo. Una reja separaba a los viandantes del precipicio. Justo delante de la reja, Anibal acababa de apearse de su BMW. Era un hombre alto, robusto y moreno. De unos 32 años. Su cara reflejaba los efectos de una noche sin dormir, pero sus gestos eran joviales y alegres por lo general. Su camisa abierta dejaba entrever un singular tatuaje: un pequeño sol sobre una cruz de Santiago. Cerró el coche a distancia y se dirigió a la cercana puerta del Ayuntamiento. Daban las 8 en el reloj de la iglesia cuando El médico penetró en el sombrío zaguán del consistorio. Un policía de uniforme le saludó familiarmente y le indicó que subiera.

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