Thursday, October 30, 2008

Confesiones

Una mujer atraviesa la plaza del ayuntamiento en dirección a la iglesia. Debe de andar en los cincuenta y muchos. Viste de negro riguroso con teja y mantilla bastante ladeada, sobre un moño prominente. Las medias, gruesas con brocados de motivos florales, desentonan con su luto. Pero lo que más llama la atención, por disparatado, es un pequeño bolso rojo de Puka que lleva colgado del hombro derecho. Al llegar a las escaleras de la iglesia da un gran traspié que casi la desploma, pero recupera la verticalidad casi de inmediato. Rebusca en su bolso con la mano izquierda nerviosamente mientras con la derecha trata inútilmente de enderezarse la teja. Extrae unas gafas de culo de baso montadas al aire, con las patillas rojas y, tras colocárselas graciosamente sobre la ancha nariz delante de unos ojos de topo, se mira bien el vestido y se estira los bajos. Una vez comprobada la corrección de su curiosa indumentaria, prosigue su ascensión hasta el pórtico de la Iglesia de la Inmaculada.

Un rayo de luz penetra en el templo durante sólo un par de segundos. La puerta se cierra casi automáticamente con estrépito. Los pasos de la mujer resuenan estruendosamente en el piso de terrazo. Se dirige sin pensarlo hacia la pila de agua bendita. Introduce una mano sin anillos en el agua tibia y se persigna. Sin más pérdida de tiempo, atraviesa la nave central por detrás de los bancos. Se interrumpe en el pasillo central realizando la genuflexión de rigor, para proseguir hasta el otro extremo de la iglesia donde un confesionario la espera, acogedor. Con su vista ya acostumbrada a las condiciones de escasa luz del interior de la iglesia, echa una ojeada a los bancos. No hay nadie. En ese momento comienzan a sonar las campanas que llaman a los fieles para la misa de las 9. El sacristán o algún monaguillo debe de estar arriba, tocándolas. No le queda mucho tiempo. Se apresura a entrar en el confesionario.

-Ave María Purísima.

-Sin pecado concebida. Hija mía, de qué te acusas.

-Acusarme, lo que se dice acusarme... de nada, Padre.

-En un día da poco tiempo a pecar, hija mía. Pero entonces, ¿a qué has venido?

-Pues, ¿a qué he de venir? Qué cosas tiene usté, Don Alfonso. A contarle lo último que ha pasado en el pueblo.

-¿Otra vez? ¡Pero hija! ¡que acaparas el confesionario!

-¡Sí! ¿Ha mirado usted por la ventanilla? ¡Mire, que hay cola!

-¡Raimunda! No me salgas con esa vena tuya sarcástica. Bueno venga, ¿qué ha pasado esta vez?

-Pues nada, que han llamado a Don Anibal muy temprano desde el ayuntamiento y...

-¿Le ha dao el infarto a Don Gabriel?

-¡No hombre, no! Esta vez ha venido por Narciso.

-Ah, menos mal. Ya temía lo peor... ¡Narciso! ¿Y qué le ha pasado?

-No se sabe bien. Me han dicho que se ha caído redondo en la alcaldía.

-¿Y cuando habrá sido eso?

-Esta mañana muy temprano. Dicen que Narciso ha pasado la noche en el ayuntamiento haciendo cuentas y que esta mañana a las seis ha sacado de la cama a la alcaldesa.

-¿A la alcaldesa? ¿Para qué habría de querer hablar con ella?

-Quería hablar con el alcalde, pero parece ser que ya había salido para el ayuntamiento mucho antes.

-¿Don Gabriel? Miá que es raro... si ese no levanta cabeza antes de las diez. Y suerte tenemos de verlo en el consistorio a las doce.

-Y que lo diga usté, Don Alfonso.  Pues me ha dicho un pajarito que tenía reunión con Sisebuto bien tempranico. Por lo visto, este quería irse a podar después, y por eso habían quedado tan temprano.

-Pero, ¿qué tiene eso que ver con Narciso y con lo que le ha pasado?

-Eso no lo sé, señor cura.

-Siempre me dejas a medias, Raimunda. Bueno, anda, márchate ya. Ego te absolvo a peccatis tuis. In nomine Patris, et Filii et Spiritu Santi.

-Amén.

Raimunda abandona la iglesia tan rápidamente como había entrado. El cura sale del confesionario y contempla pensativo lo desierto de su iglesia. Duda unos instantes. Con la estola en la mano, corre hacia la sacristía. Ya en ella, coge el hisopo, su biblia y los introduce apresuradamente en un maletín abierto sobre la mesa. También la estola. Cierra el maletín y se dispone a salir por la puerta de atrás de la iglesia esperando no ser descubierto. A punto estaba de conseguirlo cuando, una voz conocida, lo llama desde atrás. Es el sacristán.

-¿Adónde va usté? ¡Si va a empezar la misa en cinco minutos!

-Despide a todo el mundo. Tengo una urgencia. Una extremaunción.

-Pero, ¡señor cura, es la tercera vez en esta semana que ... !

Con un portazo, el cura cierra la puerta trasera que comunica la sacristía con la calle, echando la llave después. Entonces, sin más miramientos, sus pasos se encaminan al ayuntamiento y en pocos segundos se pierde de vista. La mujer del bolso rojo lo mira desde lejos, oculta, con una sonrisa en el rostro.

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